En las últimas semanas Azerbaiyán ha iniciado una serie de agresiones militares en regiones fronterizas con la República de Armenia y con la República de Nagorno Karabaj. Estas incursiones han sido repelidas por los ejércitos de ambas repúblicas agredidas, ocasionando pérdidas de vidas humanas. Intentando aprovechar un contexto internacional que no exhibe como prioritaria la cuestión del Cáucaso Sur, el presidente Ilham Aliyev agregó un eslabón a la cadena de agresiones perpetradas que, de forma coherente con su retórica belicista y armenófoba, fueron la constante desde el alto el fuego firmado de forma tripartita en 1994. Sin embargo, la magnitud que adquirió en esta ocasión, sumado a que las incursiones no se limitaron a las pretensiones azerbaiyanas sobre Nagorno Karabaj, sino que se extendieron a Armenia, llevaron a que distintos actores de la comunidad internacional e incluso el secretario general de las Naciones Unidas Ban Ki Moon se tuvieran que pronunciar al respecto.
Sin embargo, es difícil pensar que la responsabilidad sobre esta situación recaiga únicamente sobre el gobierno de Azerbaiyán. Formalmente, los co-presidentes del grupo de Minsk de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), EEUU, Francia y Rusia, mediadores en el conflicto, se han pronunciado desde su intervención a favor de una solución pacífica.Pero luego del alto el fuego, han transcurrido dos décadas donde esta postura sólo ha sido una expresión de deseo. Azerbaiyán ha tomado como táctica las agresiones militares permanentes, incumpliendo con lo pactado, y evitando de esta forma iniciar un camino real de negociaciones fructíferas.
Es por ello que si la postura de los mediadores ignora las violaciones sistemáticas de Azerbaiyán, en la práctica es funcional a su estrategia, y posterga indefinidamente la resolución del conflicto. Las recomendaciones genéricas hacia todas las partes evitan que recaiga sobre Aliyev la responsabilidad por sus actos. Al mismo tiempo, en las últimas dos décadas Azerbaiyán ha adquirido una cantidad de armamento que permanentemente es una amenaza para la estabilidad de la región. Quienes bregan por una resolución pacífica no pueden permanecer indiferentes hacia el constante incremento del gasto militar de un estado que ha demostrado en las últimas dos décadas que el aventurerismo bélico es funcional a su estrategia. En ocasiones, las consecuencias de estas incursiones le han costado la vida a sus propios ciudadanos.
Asimismo, a pesar de que la prensa internacional cada vez más toma nota de las violaciones a los derechos humanos dentro de las fronteras azerbaiyanas, parecieran ignorar que Azerbaiyán borra con el codo lo que escribe en cada ocasión que el grupo de Minsk lo convoca, y no conforme con ello despliega acciones armadas contraviniendo el espíritu de cualquier negociación de paz. Obviar esta situación y transformar las agresiones unilaterales en episodios esperables en el marco de una guerra, es también funcional a los intereses de Azerbaiyán, contrarios a la resolución pacífica.
El grupo de Minsk, en tanto mediador, debe velar por restaurar las negociaciones trilaterales entre Azerbaiyán, Armenia y Nagorno Karabaj. En la medida en que esta última república fue parte de la firma del alto el fuego, no hay motivos para que no sea parte de nuevas discusiones y acuerdos. Con su exclusión es inviable pensar en un acuerdo duradero y mucho menos en una resolución. Al mismo tiempo, es cada vez más ostensible que la retórica belicista y antiarmenia del Presidente Ilham Aliyev no es sólo una forma simbólica de buscar la cohesión social al interior de su país a través de la exacerbación xenófoba. Aliyev, quien llegó a afirmar públicamente que sus principales enemigos «son los armenios del mundo y los políticos hipócritas y corruptos bajo su control» es el responsable de las muertes de militares y civiles en todos los frentes. Y el grupo de Minsk, en tanto mediador, debe cumplir con su rol. De no ser así, el único escenario posible es el de una nueva derrota para la humanidad.