Marash, 1920: Historia de una traición

Por Pascual Ohanián

“El general dispuso la retención de seis de los notables como rehenes. Apenas los restantes salieron del monasterio donde estaba el cuartel general francés, comenzó un tiroteo procedente de distintos puntos de la ciudad. La rebelión turca y el sitio de Marash habí­an comenzado”.

Entre los siglos XI y XIV el reinado armenio de Cilicia comprendí­a una ciudad muy antigua, situada sobre la ruta de las caravanas de mercaderes que bordeaban los montes turcos. Su ancianidad está documentada por el león hitita del siglo IX a.C., que estaba en las puertas de la ciudadela y que se conserva en el Museo de Oriente Antiguo de Estambul. La región en la que está Marash fue invadida sucesivamente por asirios, aquemédidas, seléucidas romanos, bizantinos, árabes, armenios, cruzados, mamelucos, mongoles y turcomanos, hasta caer en las manos de los turcos otomanos. Uno de esos invasores, el cónsul Germánico, hijo de Nerón y hermano de Tiberio, la denominó Germanicea. San Juan Crisóstomo, o sea Surp Ohannés Voskeperán, escribió en el siglo IV que la región habí­a llegado a ser “casi exclusivamente armenia”.
Durante la 1º Guerra Mundial, la administración pública estaba integrada por funcionarios y agentes turcos y kurdos, quienes continuaron en sus cargos tanto durante la ocupación armenia como en la francesa. La vigilancia policial y la fuerza de seguridad estaban a cargo de armenios, que cumplí­an órdenes de la Unión Nacional Armenia.
Marash era capital del sandjak del mismo nombre, ubicado al este del rí­o Djihán, a 800 metros sobre el nivel del mar. Durante la Primera Guerra Mundial formaba parte de la provincia de Alepo; después fue agregado a la provincia de Adaná. Estaba al sur de Zeitún, al este de Hadjí­n y al noreste de Aintab.
orphanige_4.jpg La ciudad está al pie del Ajr Dagh; el agua llega por tres afluentes: Sheker Deré, Ak Deré y Kanlí­ Deré, que se unen después en un solo rí­o.
Varias aldeas tení­an mayor comunicación con Marash: Karabiyiklí­, Pazardjik, Sarilar, El Oghlú, Fundidjak, Alpustán, Furnuz. Habí­a un orfanato de varones regenteado por alemanes –Beitshalom- donde cuatrocientos niños recibí­an instrucción elemental y aprendí­an costura, zapaterí­a, carpinterí­a y otras especialidades. Y uno de mujeres: Bethel. En el hospital alemán eran profesionales destacados el Dr. Harutiún Der Gazarián (Dr. Artin), el farmacéutico Stepán Chorbadjian y su colaborador Luder Orchanian.
Antes de la guerra, los marashtzí­ eran 85.000 en todo el sandjak y 30.000 en la ciudad. En 1915, Marash sufrió el genocidio como el resto del pueblo armenio. Hubo dos deportaciones; la segunda partió el 28 de mayo y poco a poco fueron muriendo en los desiertos del norte de Siria, en Ras-ul-Ain y en Der Zor. Después de la capitulación de Turquí­a, en octubre de 1918, hubo armenios que pudieron regresar a sus lugares natales. Fue entonces que 16.000 marashtzí­ se repartieron junto con los zeituntzí­ y los hadjintzí­.
En 1915/16, Francia e Inglaterra firmaron tratados secretos para desmembrar el Imperio Otomano y repartirse los territorios. En esos acuerdos Marash fue adjudicada a los franceses, pero Inglaterra, a pesar de ello intentaba quedarse con todos los territorios que su ejército iba ocupando y Marash habí­a sido ocupada por los ingleses. Esto creó fricciones, recelos y hasta antagonismo entre esos dos paí­ses aliados. Paralelamente, Mustafá Kemal iniciaba su “guerra de la independencia”; querí­a expulsar a ingleses, franceses, griegos y turcos monárquicos y supo aprovechar ese antagonismo interaliado para el logro de sus propósitos. Hasta hoy los ingleses echan la culpa del desastre a los franceses y éstos a los ingleses.
En 1919 Clemenceau y Lloy George firmaron un acuerdo según el cual las tropas británicas que se hallaran en el territorio que por los tratados secretos anteriores hubieran sido asignados a Francia, se retirarí­an y transferirí­an el derecho de ocupación a las autoridades militares francesas. Uno de esos territorios era Marash, junto a Aintab, Urfa y parte de Siria. El titular de esa autoridad francesa era el general Gouraud con cuartel en Beirut.
Las tropas inglesas con sede en Marash recibieron orden de retirada para fines de octubre de 1919. A raí­z de esa decisión se formó la Unión Nacional Armenia, compuesta por representantes de los 3 credos, la que envió una delegación a Adaná para solicitar al Estado Mayor francés que remitiera fuerzas antes de que los ingleses evacuaran Marash.
El 30 de octubre llegó a Marash, procedente de Beirut, un contingente de 150 hombres entre infantes franceses y jinetes argelinos, y más de 400 armenios legionarios al mando del corones André. También pocos norteamericanos fueron alojados en Iglesias.
Si los marashtzí­ estaban contentos con la llegada de los franceses, esta alegrí­a no tení­a lí­mite al ver a sus hermanos armenios uniformados y pertrechados, quienes fueron homenajeados, recibidos por una banda que ejecutaba canciones patrióticas y flores ofrecidas por las jóvenes de la ciudad. Pero esos legionarios estaban muy limitados. No les dejaban usar las armas ni intervenir en protección de los civiles. Sólo cuando los franceses estuvieron en riesgo fueron enviados a la vanguardia. En el momento más difí­cil los legionarios parecí­an no existir. Los hechos que se sucedieron después evidenciaron que la polí­tica de Francia consistí­a en que Marash no fuera liberada para poder ser utilizada como elemento de compensación en las negociaciones con Mustafá Kemal. Los franceses no entregaron tampoco armas a los civiles nativos ni les ayudaron en lo más mí­nimo en sus instancias apremiantes. Paralelamente, los jefes civiles y religiosos turcos agasajaron a André y lo colmaron de halagos. En la gran mezquita se elevaron plegarias por el éxito de su misión y se exhortó al pueblo musulmán para que obedeciera a André.
Mientras los griegos desembarcaban en Esmirna, los italianos en Adalia y los franceses e ingleses ocupaban varias ciudades de Anatolia, Mustafá Kemal llegaba a Samsun , en el Mar Negro, para evitar ser observado; durante un mes se estableció en Amasia y resolvió resistir cualquier ocupación o anexión de cualquier porción de Anatolia por potencias extranjeras y crear un gobierno nacional independiente del de Constantinopla. Convocó a una conferencia que se celebrarí­a en Erzerum y a la que asistirí­an delegados del nuevo movimiento. Allí­ fue designado jefe del Pacto Nacional y se denegaron privilegios a las minorí­as no-turcas. En septiembre se celebró otro congreso en Sivas. El movimiento se extendió y creció como una hoguera. Un mes más tarde cayó el gobierno turco, se eligió un Parlamento integrado por diputados de Kemal. Este envió telegramas a Marash urgiendo a los turcos para que protestaran por la intromisión aliada; las comunicaciones las hací­an por intermedio del médico Dr. Mustafá y su hermano, el farmacéutico Lutfí­, quienes se encargaron de los enlaces y contactos y de aprovisionar armas y municiones. En la medianoche del 27 de noviembre de 1919, un grupo de confabulados turcos se congregó en la casa de Vezir Oghlú Mehmet y organizó un comité secreto de resistencia compuesto por 8 miembros, que después se incrementó a 35. Otro comité se organizó en Shekerlí­ y otro en Hatunié con 10 armas y un sistema celular en las aldeas vecina. Organizó escuadrones y cuadros de oficiales. Confeccionó mapas y un sistema de comunicaciones de inteligencia.
En las aldeas, los armenios eran minorí­a pues casi todos habí­an muerto en el Genocidio; de 56.000 solo habí­an regresado 2.000. los franceses que por su escaso número no podí­an defender, tampoco querí­an entregar armas a los armenios, quienes estaban dominados por el miedo.
Pero en la ciudad una cantidad de jóvenes se alistaron como voluntarios y recibieron instrucción militar y fueron asignados en los barrios para cualquier eventualidad; periódicamente se reuní­an para actualizar planes.
Los armenios viví­an en barrios mezclados con los turcos, lo cual trajo varias consecuencias: por un lado les era más fácil conservar la pureza del idioma armenio; por el otro, les era más fácil sobornar a los turcos y conocer sus secretos, pero también dificultoso moverse sin ser vistos.
Al propagarse el movimiento kemalista, que era contrario al sultán, los “viejos turcos” monárquicos y la nobleza turca se opusieron al cambio. Los franceses sabí­an que si los turcos se rebelaban el ejército francés no contarí­a con fuerzas suficientes para dominarlos; incluso entre sus soldados habí­an muchos musulmanes. Por falta de personal, la administración civil seguí­a siendo ejercida por los turcos y en los edificios públicos flameaba la bandera turca. Un dí­a el gobernador civil francés André ordenó reemplazarla por la tricolor francesa. Entonces estalló el conflicto. Los turcos, soliviantados por un agitador, arriaron las banderas, se oyeron disparos, grupos de jinetes cruzaban la ciudad a galope y el pánico cundió entre los armenios. André pidió refuerzos a Aintab; de Aintab le indicaron que fuera personalmente a buscarlos. André fue y nunca más volvió. Esto envalentonó a los turcos.
Las misiones que cumplí­an las tropas francesas fuera de Marash estaban expuestas a emboscadas tendidas por la guerrilla kemalista.
En la ciudad, las relaciones se hací­an cada vez más tensas. Los armenios empezaron a enterrar sus monedas y objetos de valor precioso. Los ataques guerrilleros de turcos y kurdos se fueron haciendo más frecuentes y eficientes. Los atacantes les quitaban abrigos y alimentos que, aún no siendo elementos bélicos, a causa del crudo invierno se transformaban en indispensables para la vida militar. A fines de diciembre se interrumpieron las comunicaciones con las estaciones telegráficas circundantes. Era cada vez más evidente que esas acciones turcas eran dirigidas desde Marash. Los ataques eran dirigidos no sólo contra los militares franceses, sino también contra los aldeanos armenios. A mediados de enero los golpes no se daban sólo en los descampados: aldeas enteras eran saqueadas y sus moradores asesinados. Aún así­, el jefe francés, general Querette, no querí­a dar armas a los civiles armenios; los senegaleses, acostumbrados a la temperatura de su paí­s, no soportaban el frí­o de Marash y estaban siempre adentro de edificios. El resto de las tropas no era suficiente para mantener el orden. Y proteger a los armenios. Convoyes enteros cargados de provisiones eran asaltados por los guerrilleros kemalistas. Al 21 de enero, ya los atacantes turcos eran mayorí­a comparado con los franceses y los armenios juntos. Pronto se vieron columnas de humo en el barrio armenio de Sheker Deré, donde los turcos incendiaban las casas armenias; estos incendios continuaron en los dí­as subsiguientes.
En medio de tal situación llegó un telegrama del cuartel general francés en Adaná de “que se apresure una solución en las relaciones armenio-turcas porque las tropas francesas son necesarias en Urfa y otros lugares”. Con ingenuidad, los oficiales franceses subestimaban la capacidad agresiva de los turcos y enviaban caravanas de camellos cargados de armas y pertrechos con las escolta de dos soldados, cruzando en la oscuridad desfiladeros y pasos alejados de toda población, los que eran asaltados y saqueados por los turcos; mientras estos ataques se desarrollaban, graves hechos ocurrí­an en Marash.
El general Querette, informado por los espí­as de que los funcionarios turcos de Marash estaban complotados contra los franceses, los citó a su cuartel. En la reunión los acusó de insurrectos y ellos juraron no tener nada que ver con los golpes guerrilleros y ofrecieron pagar una indemnización de los daños y prejuicios. Además acusaron a los armenios de que, vestidos con uniformes franceses, atacaban a los turcos.
El general dispuso la retención de seis notables como rehenes. Apenas los restantes salieron del monasterio donde estaba el cuartel general francés, comenzó un tiroteo procedente de distintos puntos de la ciudad. La rebelión turca y el sitio de Marash habí­an comenzado.
El 8 de febrero, el dominio de los franceses era casi total. Prueba de que los kemalistas habí­an sido vencidos es que en la ciudadela, los turcos arriaron la bandera roja con la luna y la estrella e izaron la bandera blanca. A pesar de ello, el jefe francés comunicó secretamente al general Querette que si la ciudad no era pacificada inmediatamente, debí­a ser evacuada sin demora; fundaba su mensaje en que sus tropas estaban muy cansadas, que carecí­an de refuerzos y que el plan era buscar esos refuerzos y regresar después. Fijaba como plazo el 9 de febrero. Todo eso se tramitaba sigilosamente y no se tení­a absolutamente en cuenta la situación de los armenios. ¿Por qué ese plazo perentorio? ¿Por qué se irí­an? ¿Por qué el secreto?
Hubiera bastado una palabra de advertencia. Sin embargo, la oficialidad francesa se envolvió en un denso silencio, en el ocultamiento, por ende en el dolo. La perversa intriga fue urdida en el bastidor de la traición. No existe abyección mayor que la traición; es un monstruo que actúa en la obscuridad, en la trastienda, agazapando. A comienzos de febrero de 1920, las tinieblas ya estaban grávidas de ese monstruo. En el ocaso del dí­a 9 y a medida que llegaban las noticias, los semblantes de los armenios adquirí­an una palidez mortal; los pechos palpitaban agitadamente; las mujeres ahogaban un sollozo de terror. La noche misma parecí­a una sobra agresiva al acecho. Todos los sentidos –el oí­do en especial- estaban alerta. Sobreexcitados, en todas las casas se forjaban conjeturas; alentaban la esperanza en el ser humano, rechazando la posibilidad de una traición incoherente. A veces uno prefiere creer en la mentira antes que admitir la vulnerabilidad humana en la que está incluido; es que el sentimiento de afirmación es siempre más fuerte que la razón negativa, de modo tal que la esperanza y a veces la ilusión se transforman en la suprema realidad humana. En esos dí­as, la angustia de la realidad palpable atormentaba a todos. Siempre habí­an vivido para la vida; los hechos testimoniaban, una vez más, que los turcos viven para la muerte.
Afuera, las siluetas de los minaretes, de las iglesias y de las casas adquirí­an formas fantasmagóricas; se oí­a el vago cuchicheo de la soldadesca francesa que con pasos precipitados y embozadamente alistaba sus enseres y pertrechos. Todos hablaban en voz baja, susurrándose unos a otros en los oí­dos.
Más lejos, la jaurí­a turca organizaba el cerco.
¿Por qué la evacuación dependí­a del orden interno en las relaciones armenio-turcas y no de los intereses militares franceses? ¿Puede una orden de evacuación militar calificarse de “incomprensible” o “inesperada” o de “consecuencia de una orden procedente de una fuente ignorada”, como la definen hoy los estudios ingleses y franceses?
El sargento Krikor Adjemian escribe: “No tengo ganas ni energí­a para escribir. ¡Abandonamos la iglesia evangélica un dí­a depués de la victoria!… Cuando cayó la noche y estábamos descansando, un oficial me llamó por mi nombre y me ordenó reunir a mis 25 soldados en la calle y estar preparado para marchar a medianoche. Cuando pregunté la razón contestó: “¡después se la explicará!” a medianoche estaba preparado con mis hombres. Tení­a una sensación de aprehensión, es natural, pero albergaba la esperanza de que no se tratara de una evacuación en el momento en que los turcos eran derrotados!… La gente nos habí­a agradecido y dado sus bendiciones… Los heridos habí­an sido trasladados al lugar donde la nueva columna acampaba
Sin ningún incidente llegamos a Bedesten y fuimos a Tash Jan. Una bandera blanca, grande como una sábana, ondeaba sobre la ciudadela. Oí­amos algún esporádico tiro de cañón. Los turcos sólo resistí­an en unas pocas posiciones y sin ánimo. Estaban desmoralizados y en actitud de completa rendición”.
Algunos legionarios se enteraron de que algo raro ocurrí­a y enviaron mensajes a los lugares donde los armenios se estaban defendiendo. Ese 8 de febrero una huérfana cruzó el Sheker Deré y llevó un mensaje a los refugiados de Ksadjikian, la fábrica de jabón. Debí­a tragarse el mensaje si la capturaban los turcos y en él decí­a que “los franceses estaban por abandonar la ciudad y que las mujeres huyeron a la ciudad de Surp Karasun Mangantz. Unas cincuenta mujeres y niños cumplieron la orden aprovechando las sombras de la noche. Los senegaleses ubicados en Ulú Djamí­ posiblemente por equivocación abrieron fuego contra ellas y el grito de ¡Armen! ¡Armen! Consiguió impedir una carnicerí­a; en la confusión cayeron algunas mujeres ancianas; otras mujeres, creyendo que habí­an caí­do en una trampa regresaron a la fábrica. Ahí­ fue que los turcos se dieron cuenta de que en la casa de Ksadjikian habí­an armenios vivos y los atacaron al dí­a siguiente. Salvo 4 hombres que pudieron escapar, todos los demás murieron carbonizados cuando los turcos incendiaron lo que quedaba del edificio.
Los franceses se retiraron y abandonaron a sus heridos. Los armenios, que quedaron librados a sus propias fuerzas, con armas insuficientes, a pesar de la desproporción, ocuparon las posiciones que abandonaron los franceses. Los turcos trasladaron sus familias a aldeas vecinas, creyendo que el coronel Normand regresarí­a.
Los militares norteamericanos ordenaron a los civiles de su nacionalidad que se prepararan para partir; así­ lo hicieron éstos a pesar de su preocupación por el destino que esperaba a los armenios. Sus jefes les prohibieron decir nada a los armenios porque si éstos los seguí­an la ira de los turcos se descargarí­a sobre todos. De modo que debí­an irse tan en secreto como los franceses.
Mientras tanto, los turcos, que ignoraban lo que estaba ocurriendo, imploraban compasión por sus mujeres y niños, creyendo que los armenios, ante la victoria de los franceses, se vengarí­an de todo lo anterior.
Los franceses que estaban acuartelados en el monasterio franciscano, en la medianoche del 10 de febrero, con el mismo sigilo de sus compatriotas, abandonaron también la ciudad. Lo grave es que prohibieron a los armenios que los siguieran. No obstante, 3.200 personas, entre armenios y franceses, siguieron al ejército. La gente, desesperada, tomó lo que en la oscuridad pudo y se apresuró a ir tras los soldados. Era un desorden dramático; en todas las caras se leí­a una sola expresión: miedo. Miedo de los turcos que regresarí­an y esta vez con la sangre en el ojo por la derrota infligida por los franceses, por la amistad que los armenios dispensaban a los extranjeros. Sobre todo, por el simple hecho de ser armenios.
En esa huida tras los franceses, muchas mujeres y niños cayeron en la nieve, exhaustos; un suave sopor se apoderaba de quienes caí­an así­ y pasaban insensiblemente del sueño a la muerte.
Al dí­a siguiente de la retirada francesa, Der Sahag, arrachnort de la iglesia apostólica armenia, mons. Arpiarian, primado de la iglesia católica y el pastor Apraham Harutiunian, de la iglesia evangélica, fueron citados por Arslan bey al cuartel general turco, quien les intimó la entrega de todas las armas que los armenios tuvieran en su poder. Poco después no quedaron armenios en Marash.
Las cantidades, a veces, dan una visión frí­a y degradada de la realidad que representan. No obstante, para una ciudad como Marash, en la que la pérdida de las vidas humanas, con relación a la población total son espeluznantes, conviene citar esas cantidades, para tener una idea de su monstruosidad.
Durante las refriegas entre armenios y turcos, es decir, antes de las realidades de los franceses, murieron 8.000 armenios. Después de la retirada cayeron otros 3.000 y los 8.000 que quedaron tuvieron que huir dejando todas sus pertenencias. La ciudad quedó vací­a de armenios.
Responsabilizar al general Querette de la criminal retirada de los franceses es como culpar a un tapón por un corte de luz. Querette, indudablemente, recibió órdenes de Gouraud de retirarse, a través del coronel Normand. Pero la orden provino sin dudas de Beirut y la orden de Gouraud respondí­a a su vez a instrucciones que le impartió la cancillerí­a de Francia. La orientación de la diplomacia francesa era salvar el domino de Siria para Francia. Y habí­a un triple riesgo que Francia querí­a tornar inocuo: por un lado las aspiraciones del rey Faisal sobre Siria; por el otro, el peligro de que Gran Bretaña quisiera quedarse con el territorio de Siria que ocupaban sus tropas; y por fin la extensión del movimiento de Mustafá Kemal, que tendí­a a la extensión de la fuerzas extranjeras y que desarrollaba una operación de limpieza desde las provincias del centro de Anatolia hacia el litoral mediterráneo. Permanecer en Marash implicaba inmovilizar una fuerza importante o comprometerla en una lucha inconsecuente. El reverso de esta polí­tica fue mortal, sin embargo, para Francia: la retirada de su ejército constituyó un triunfo para los kemalistas y ese triunfo fue el más importante para la estrategia de Mustafá Kemal. Después de lo de Marash, sobrevino la expulsión de todas las fuerzas europeas que estaban en Turquí­a. Sin embrago, a la larga, la victoria de Kemal no fue una derrota para Francia ni para Inglaterra. A cambio de su reconocimiento como gobierno independiente, las dos Potencias europeas obtuvieron ingentes beneficios: los árabes no lograron su independencia, el petróleo de Mosul pasó a manos inglesas primero y norteamericanas después. El reconocimiento de Armenia como paí­s independiente fue destruido en Lausana, y Turquí­a volvió a ser una colonia del imperialismo occidental hacia hoy.

Fuente:Edición Especial Diario Armenia 90° Aniversario