¿Por qué callar un genocidio?


Razones negativas, como la debilitación intelectual de un colectivo histórico, la lógica coyuntural de la realpolitik o la proximidad potencial de una nueva experiencia traumática, o razones positivas, como la sana superación de una tragedia o la reconciliación genuina entre dos pueblos pueden hacer comprensible la desmemoria. ¿Cuál de éstas es la razón que explica la actitud del actual gobierno armenio?
Esta es una situación inusitada de la que se pueden extraer importantes lecciones. Después de dos años de discretas negociaciones, que contaron con la participación de Suiza, los gobiernos de Armenia y Turquí­a acordaron dos protocolos que se ratificarán el 10 de octubre; uno que considera el establecimiento de relaciones diplomáticas y otro que procura el desarrollo de relaciones bilaterales.
El primero tiene varios inconvenientes, pero podrí­a mejorarse y eventualmente implementarse. Sin duda, más temprano que tarde Armenia y Turquí­a van a regularizar sus lazos formales. Sin embargo, un perí­odo de generación de confianza mutua, de compromisos de reciprocidad y de acercamiento gradual podrí­a haber generado un marco libre de suspicacias y temores en la dirección de una apertura más sólida de vinculaciones binacionales.
El segundo protocolo es incomprensible e inadmisible porque propone crear una subcomisión que examine la «dimensión histórica» de los lazos entre turcos y armenios.
La única «dimensión histórica» que puede ser examinada es un hecho irrefutable para propios y ajenos: el genocidio. Con este protocolo se trata, entonces, de «examinar» la ocurrencia del genocidio. Esta propuesta -que hoy equivaldrí­a a sentar a descendientes de la Alemania nazi y el Estado de Israel para confirmar la autenticidad del Holocausto- significa el mayor retroceso histórico de la justa causa armenia. No es un avance, sino un paso atrás; no cicatriza las heridas; las agrava. Tampoco es útil para las nuevas generaciones de turcos, quienes podrí­an, como los alemanes, construir su presente sobre la contundencia de su historia.
Con la cantidad y elocuencia de los testimonios recogidos por muchos individuos no armenios (diplomáticos, médicos, religiosos, observadores) y las imágenes (fotos y pelí­culas) que circularon por el mundo para dar cuenta del tamaño de la monstruosidad cometida en campos, ciudades y villas, sin que Occidente reaccionara, ¿es el genocidio de los armenios un hecho que todaví­a necesita ser probado?
Como si lo anterior no fuera suficiente, en 1973 y 1975 el informe del ruandés Nicodeme Ruhashyankiko, remitido a la Subcomisión de Derechos Humanos de la ONU, señaló la existencia de abundante documentación imparcial relativa a la masacre de los armenios, considerada el primer genocidio del siglo XX. Cuando el informe llegó a la Comisión de Derechos Humanos, en 1979, el párrafo habí­a desaparecido. Sin embargo, a mediados de los ochenta, otro informe, en este caso del británico Benjamin Whitaker, recuperó el reconocimiento explí­cito del genocidio vivido por los armenios. En una serie de debates históricos -que contaron con una labor descollante del entonces representante de la Argentina, Leandro Despouy- el párrafo fue reintroducido con profusa documentación de soporte y positivo consentimiento de la Organización de las Naciones Unidas.
Más adelante, en los noventa, un importante número de naciones reconoció, por ví­a legislativa o ejecutiva, el genocidio armenio. La naciente República de Armenia, que alcanzó su independencia en 1991, poco tuvo que ver con eso: fue la diáspora la que, después de décadas de esfuerzos, logró refirmar la causa del genocidio.
La diáspora estuvo siempre delante del Estado en esta materia. La causa del genocidio para los armenios ha sido una cuestión social más que estatal. Sin embargo, siempre estuvo claro para todos que su defensa era una garantí­a de supervivencia para el Estado de Armenia.
Además, el avance de la causa armenia no fue un asunto aislado. En ese entonces, se produjeron logros trascendentales para la comunidad de naciones. El Tribunal Penal Internacional para Ruanda, creado en 1994, produjo la primera condena internacional por genocidio. El establecimiento de la Corte Penal Internacional en 1998 significó otro hito. En ese marco, y durante la primera parte del siglo XXI, continuaron los pronunciamientos que reconocí­an el genocidio armenio, a lo que se sumó un creciente repudio del negacionismo turco. La idea compartida por un buen número de paí­ses, entidades internacionales y organizaciones no gubernamentales era que el reconocimiento resultaba el preámbulo indispensable para el entendimiento y la reconciliación.
Sin embargo, los nuevos dictados geopolí­ticos tienden a opacar los graduales avances en contra de las prácticas bárbaras y las tentaciones a favor de la violencia masiva. La tragedia humana en Irak, con cientos de miles de muertos sin que se hubiera probado la existencia de armas de destrucción masiva; la resignación de Europa y Estados Unidos ante el calvario social en Darfur, Sudán, paí­s en el que China tiene inversiones en hidrocarburos; la patética banalización o negación del Holocausto judí­o por parte del presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, los padecimientos sin nombre que vive el pueblo de Palestina; la desatendida crisis de Colombia, con más de tres millones de desplazados; el paulatino olvido del Holodomor ucraniano y de las recientes matanzas de chechenos son sólo algunos ejemplos que ilustran la parálisis y regresión en materia de derechos humanos.
En este contexto, el segundo protocolo armenio-turco es un despropósito oprobioso. Sin que Turquí­a haya dado ningún paso para admitir el genocidio, el propio gobierno de Armenia lo pone en entredicho.
¿Se trata de una minorí­a gubernamental anestesiada? ¿Hay alguna evidencia de que los armenios están ad portas de ser ví­ctimas de otra atrocidad y, por lo tanto, el Ejecutivo concede para prevenir algo peor? ¿Están satisfechos los ciudadanos de Armenia y la diáspora frente a la cuestión del genocidio y, en consecuencia, los lí­deres en Ereván sienten que es momento de sanar heridas? ¿Ha dado Turquí­a pruebas mí­nimas de contrición? ¿Se abandonó la moralpolitik de la lucha contra el genocidio por la realpolitik del olvido del genocidio? ¿Es tan dramática la situación interna de Armenia, uno de los paí­ses más severamente afectados por la actual crisis económica mundial?
Quizá la conjunción de estos dos últimos motivos explique la posición del gobierno armenio. Se tratarí­a de una concesión vinculada a algún beneficio material y coyuntural de ciertos sectores internos en momentos de una percepción exagerada de debilidad. Si así­ fuera, la diáspora, sectores internos en Armenia y actores mundiales que defienden la lucha desarmada contra los genocidios deben configurar una amplia coalición contra los protocolos turco-armenios. Sólo una alianza de vulnerables puede hacerle frente al silenciamiento pragmático del horror.
El genocidio de los armenios fue uno de los primeros y más crueles del siglo XX. Su olvido puede ser la antesala de la impunidad extendida. La soledad de las ví­ctimas de ayer y de hoy es el prólogo de más barbarie.