La semilla de la masacre

El presidente azerbaiyano Ilham Aliev indultó a Safarov, y el Ministerio de Defensa del país lo ascendió al rango de teniente coronel mayor y le obsequió una vivienda y el pago de su salario por los ochos años pasados en Hungría, a pesar de que el gobierno azerbaiyano había asegurado a Budapest que el oficial cumpliría su pena de cárcel.

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El caso Safarov es claramente un emergente del clima de racismo antiarmenio que desde hace muchísimo tiempo se viene cultivando en una región que se extiende desde el Mediterráneo turco al Mar Caspio, un territorio que en los últimos dos siglos ha sido testigo de las peores atrocidades que puede concebir la mente humana.

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La armenofobia es un ingrediente fundamental de aquella ideología (panturquismo) que alimenta la creación de un gran estado turco donde los armenios no tienen cabida. Bajo este pensamiento, “una Armenia sin armenios” es un objetivo que gradualmente debe alcanzarse; a veces masacrando, a veces despojando al pueblo de cualquier posibilidad de desarrollo económico y social, siempre se persigue el vaciamiento de esos territorios de su población originaria.

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El conflicto de Nagorno Karabagh debe ubicarse en ese contexto. Es decir, para los armenios es mucho más que una disputa territorial, es la posibilidad de continuar su existencia y desarrollo normalmente, mientras que para el liderazgo azerbaiyano y turco es una etapa más en el proceso de limpieza étnica iniciado a fines del siglo XIX.

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La masacre de armenios bajo el Imperio Otomano tanto en tiempo de los sultanes como posteriormente con los Jóvenes Turcos, responsables de la planificación y ejecución del genocidio iniciado en 1915, y prolongado hasta los inicios de la nueva república cuyo fundador Kemal completó la faena, interrumpió dramáticamente cualquier posibilidad de desarrollo normal de la sociedad, particularmente para los armenios, que se llevaron la peor parte. La estigmatización de los armenios hasta convertirlos en “la razón de todos los males” de la sociedad llevó a las más terribles aberraciones. A los asesinatos en masa, continuaron las apropiaciones de niños y mujeres en estado de absoluta vulnerabilidad y finalmente, el despojo patrimonial. Sobre estos elementos se fundó la moderna República de Turquía laica y occidental y así se completó uno de los momentos más significativos del proceso de limpieza étnica: en los territorios del nuevo estado turco los armenios fueron prácticamente invisibilizados, porque los mataron o los echaron o fueron apropiados.

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No les fue mejor a los armenios orientales, aquellos que estaban bajo la zona de influencia rusa. Tras la Revolución Bolchevique, la desprotección de aquellas fronteras posibilitó la ofensiva de Turquía y de sus hermanos azerbaiyanos (turcos del Cáucaso) provocando nuevas masacres de armenios. La sovietización del Cáucaso Sur pareció poner algún freno a la violencia étnica, sin embargo en poco tiempo los armenios comprendieron que la justicia no llegaría. En nombre de la “armonización de las naciones” presenciaron la cesión de las provincias de Najicheván y Karabagh, mayoritariamente pobladas por armenios, a la República Socialista de Azerbaiyán.

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La discriminación política y económica continuó de forma menos visible y provocó el gradual vaciamiento de la población armenia de sus lugares ancestrales. El odio racial en tiempos soviéticos se ocultó pero no desapareció y esporádicamente se manifestó en forma violenta.

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La debacle de la URSS, reavivó los sentimientos armenofóbicos. Mientras los armenios karabaghíes reclamaban la autonomía de Karabagh , conscientes de que sus posibilidades de vida digna estaban asociadas a su soberanía, en las principales ciudades de Azerbaiyán se desató la violencia racial contra los armenios. Sumgait, Bakú, Kirovabad y muchas otras ciudades fueron escenario de pogromos organizados, donde grupos parapoliciales ante la pasividad de las fuerzas de seguridad, provocaron muertes, violaciones y vejaciones de miles de armenios y el desplazamiento y su deportación que se estima en 350.000 personas. En esos días los armenios revivieron el estado de desesperación, de vulnerabilidad y de falta de garantías que deben proporcionarse a los ciudadanos de cualquier país. Las imágenes del genocidio de 1915 reaparecieron en las retinas y reafirmaron la vigencia de los planes de limpieza étnica.

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Nuevamente la estigmatización llevada hasta el paroxismo puso a los armenios en el lugar de “la razón de todos los males del país”, esta vez en Azerbaiyán donde un liderazgo autoritario con un gran poder de represión oprime a la disidencia y ha conseguido un argumento fenomenal para disciplinar a la sociedad azerbaiyana tras el “enemigo común” que amenaza su futuro. Es así que el odio racial contra los armenios y el discurso bélico se han convertido en moneda común en Azerbaiyán, cuando paradójicamente la paz que trajo el cese de fuego de 1994 generó el período de mayor prosperidad, cuando el gas y el petróleo fluyeron libremente sin la amenaza de la guerra.

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Cuando el Presidente Aliyev proclama que “nuestros principales enemigos son los armenios de todo el mundo”, cuando indulta y premia a asesinos de armenios, está sembrando para cosechar masacres. Argentinos y armenios conocemos muy bien el poder del Estado terrorista con su aparato comunicacional y de represión para provocar masacres y el grado de vulnerabilidad al que puede reducir a sus víctimas.

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También conocemos las consecuencias que provocan en los grupos vulnerables la pasividad o “neutralidad” de la comunidad internacional, cuando los derechos humanos son tratados como una mercancía. El caso Safarov pone a prueba una vez más la reacción de la comunidad internacional, la misma que en su momento subestimó, que se hizo la distraída y luego perdonó a los genocidas de Turquía, aquella que fue testigo pasivo de los pogromos de Sumgait y Bakú. Asistimos a condenas tibias o silencios cómplices, que en una suerte de “teoría de los dos demonios” ponen a la víctima en un plano de igualdad con el victimario y buscan justificaciones exponiendo un supuesto juego de violencias contrapuestas como si fuera posible encontrar allí una simetría que explique las acciones de cada parte. ¿Cómo aceptar el éxito de esta teoría? Si en los últimos 100 años de historia los hechos demuestran que gran parte de la población armenia fue exterminada, que la que logró salvarse está diseminada por todo el mundo o vive sobre el 15% del territorio que alguna vez habitó. ¿Es posible recriminar a los armenios karabaghíes por defenderse de una segura expulsión y exterminio?

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Nuevamente las semillas de la masacre están germinando en el Cáucaso sur. A una enorme red de intereses le interesa olvidar la historia, le conviene interpretar la coyuntura descontextualizada del proceso de limpieza étnica que se viene repitiendo desde hace más de un siglo. Cerrar los ojos no evitará que la historia se repita trágicamente.

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Jorge Dolmadjian
Consejo Nacional Armenio-Buenos Aires