El 9 de diciembre de 1948 las Naciones Unidas aprobaron la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, documento que por primera vez incorporó el concepto de genocidio, acuñado por el jurista Raphael Lemkin. Al día siguiente, se firmaría la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Dos años después, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamaría el 10 de diciembre como el Día de los Derechos Humanos. Más de seis décadas han pasado pero el camino para alcanzar su plena vigencia es extenso, y el recorrido está plagado de retrocesos significativos.
Poco menos de treinta años después de la Convención y de la Declaración, la Argentina sufría un genocidio en carne propia, de manos de la dictadura cívico-militar, en sintonía con otros países del continente y ante la mirada del resto del mundo. Veinte años se cumplieron del genocidio en Ruanda. Entre 1982 y 1983 Efraín Ríos Montt acabó con la vida de 1771 ixiles, que engrosarían las filas de las muertes causadas por los procesos dictatoriales en Guatemala entre 1960 y 1996 que la Organización de las Naciones Unidas estima en 250 mil. No es necesario seguir citando ejemplos para evidenciar que las prácticas genocidas no fueron desterradas desde la Convención.
Raphael Lemkin tuvo como inspiración para el concepto de genocidio lo ocurrido con el pueblo armenio en el Imperio Otomano y posteriormente en la República de Turquía entre 1915 y 1923. También conoció el horror de la Shoá. Pero tal vez lo más incomprensible, aquello a lo cual apuntaba la Convención, era la pasividad de los estados supuestamente democráticos ante la evidencia de las atrocidades. En 1933 había presentado fallidamente ante la Liga de las Naciones un proyecto de ley que prohibiendo la ”barbarie” y el ”vandalismo” con la intención de que pudiera juzgarse a los autores de estos crímenes bajo el principio de delicta iuris gentium, es decir, que se posibilitara llevarlos ante tribunales de un Estado independientemente del lugar de comisión o la nacionalidad del autor.
Posteriormente, el horror inocultable y generalizado que experimentaran las naciones luego de la Segunda Guerra Mundial, llevaría a la necesidad de un marco jurídico para evitar la repetición de este tipo de delitos, y en ese contexto se aprobaron la Convención de Genocidio y la Declaración por los Derechos del Hombre. Frente a quienes planteaban los peligros de que esto atentara contra la soberanía nacional, Lemkin sostenía que “soberanía significa conducir una política interior y exterior independiente, construir escuelas, hacer caminos, todo tipo de actividad dirigida al bienestar popular. La soberanía no puede considerarse como el derecho a matar a millones de inocentes”. Asimismo, los estados más poderosos no se han privado de interferir en los asuntos de otros países para la defensa de sus intereses.
Estamos ante las puertas del centenario del genocidio contra el pueblo armenio. Un genocidio previo al concepto, pero que lo nutrió, y respecto del cual es plenamente legítima la aplicación de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio en razón de que, o bien codifica el derecho internacional existente, o bien es posible aplicarla retroactivamente. Aún así, el Estado turco lo perpetúa a través del negacionismo, y el trabajo mancomunado con el lobby de Azerbaiyán en todo el mundo, especialmente en aquellos países que acompañan los reclamos. Frente al pedido de justicia y reparación, responde con represión y tergiversación. El eje actual de sus falsedades es tomar la Convención de Genocidio, realizar una lectura perversa, y explicar que lo que sucedió con los armenios fue un hecho más de la Primera Guerra Mundial, y no un plan sistemático de exterminio de un grupo determinado.
Existe la tentación de señalar la inoperancia de la Convención y de la Declaración sería automática. Sin embargo, estas herramientas han alcanzado niveles impensados en las décadas pasadas. Cuando el compromiso dejó de ser únicamente entre estados, y organizaciones sociales, políticas, sindicales las han adoptado como parte de su agenda, han podido impulsar a que los Estados recuerden cuáles eran sus obligaciones frente a los derechos humanos, e incluso hay gobiernos que los han tenido entre sus ejes programáticos. Raúl Alfonsín definió asumir el Día de los Derechos Humanos, y fue su gobierno el primero en reivindicar estos preceptos, que posteriormente retomaría Néstor Kirchner. Las Abuelas de Plaza de Mayo recuperaron al nieto 116. Ruanda tuvo su Tribunal Penal Internacional. Ríos Montt cumple una prisión domiciliaria.
¿Todos estos avances impidieron que, por ejemplo, en Darfur se utilizara la violación como arma de guerra? Nuevamente la respuesta es negativa. Sin embargo, desde el CNA entendemos que en aquellos casos donde una sociedad se compromete en la búsqueda de justicia logra que el Estado adopte las medidas correspondientes. La vocación de un gobierno de avanzar en la senda de la memoria, la verdad y la justicia no es suficiente sin la presencia constante de quienes expresan cotidianamente esas demandas. Para prevenir las graves violaciones a los derechos humanos y otros genocidios, es condición necesaria tanto la incorporación plena de estas temáticas en la agenda de las causas populares en todo el mundo, junto a la apuesta a la formación de sujetos responsables, como un eje fundamental en la educación.