Publicado en «25 Aniversario – Independencia Armenia y Artsaj», edición nº13 de la revista Armenia, noviembre 2016.
La primera sensación que recuerdo del 21 de septiembre de 1991 es el temor de que fuera profanado el 28 de mayo. Había nacido en esa fecha, estudiaba en un colegio armenio, y no estaba preparado para que mi cumpleaños dejara de ser feriado. Ese país independiente post-soviético desde sus símbolos retornaba a la República de 1918. La tricolor, junto al escudo y el himno levemente modificados, tenían la apariencia de haberla restaurado, por lo que sería redundante conmemorar ambas.
Si bien mis temores infantiles fueron disipados por la coexistencia de las celebraciones durante mi educación primaria, las noticias que llegaban desde la Madre Patria estaban lejos de delinear un panorama glorioso. La independencia no parecía habernos devuelto por sí misma a la senda de Aram Manukian. Miseria y corrupción, heredadas del sistema soviético, o inevitables tras su abandono, según el punto de vista, convivían con un frente de batalla abierto y una frontera cerrada.
A su vez, para una importante parte de la diáspora, el 21 de septiembre fue una independencia más de forma que de contenido. Los armenios del Cáucaso de fines de los 80 y principios de los 90 no tuvieron el mismo status que sus antepasados. Al menos en Argentina, una gran parte siguió cantándole a la batalla de Sardarabad mientras desconocía la recuperación de Shushi. Podía evocar con dolor las matanzas hamidianas pero no se compadecía de las víctimas de los pogromos de Sumgait. Un abanderado de casi cualquiera de los colegios podía recitar los reyes de la dinastía arsácida e ignorar la situación de los armenios de Djavajk. La única causa armenia posible era el genocidio de 1915 a 1923.
Hoy, 25 años después, sería necio sostener que el panorama es idéntico. No se han resuelto todos sus problemas internos ni externos, ni se han concretado los ideales de la República Democrática. Pero cada vez más los armenios en el mundo muestran una vocación de actualizar su agenda y de hacer valer el diferencial que supone para Armenia contar con una diáspora. El Centenario del genocidio nos permitió pasar revista de la tropa propia y de consensuar una declaración en el más amplio nivel de unidad posible. La declaración Pan-Armenia, que no olvida el pasado en nombre del corto plazo, constituye una plataforma para luchar en unidad por todas las asignaturas pendientes.
Por este motivo, confieso haber actualizado mi temor frente a la fecha. Estoy más preocupado porque la conmemoración se transforme en una fiesta de cumpleaños, que diluya el potencial evidenciado durante el Centenario. La vida reciente de nuestro pueblo tiene en su haber sus propias luces y sombras, sus héroes y sus mártires, que no llegaron para reemplazar a sus predecesores sino para retomar su legado, para preservar nuestra nación. En la diáspora, el 21 de septiembre puede ser una oportunidad para que nuestra historia milenaria, de la que tanto nos enorgullecemos, incorpore plenamente a cada etapa de Armenia en el siglo XX en el lugar que se merece, para que podamos terminar de entrar juntos en el siglo XXI, que es donde realmente nos necesitan.
Nicolás Sabuncuyán
Director del Consejo Nacional Armenio de Argentina